He estado recordando los momentos que tú me diste y por qué ahora estoy aquí, pensando que te quise tanto y que siempre será así.
Estás presente en mi historia desde que tengo uso de razón. Los años que hemos compartido me han permitido ver las dos caras de la moneda. Me has cuidado y acompañado de la mano durante toda mi infancia, apretando fuerte mi mano siempre que tropezaba para evitar que me hiciera daño. De más mayor, empecé a mirar la vida a través de los mismos cristales con los que tú la veías, a veces un poco borrosa, porque no siempre es fácil.
Seguí creciendo. Te confieso que puse en cuarentena algunos consejos, como hacemos todos los jóvenes, porque simplemente así tiene que ser. Siempre he ido a verte con ganas, porque me gustaba estar contigo. Ir a merendar "sapitos", a enseñarte la ropa nueva o a escuchar tus historias. A veces me atormentaba saber que estabas sola, aunque fueran unas horas. Siempre te vi como una persona muy fuerte, pero supongo que, de alguna manera un poco egoísta, pensaba que eso es lo que nos espera y me inundaba la pena. Suerte que siempre estuviste bien rodeada.
Pero el tiempo siguió pasando. Cada año, durante muchos, ibas bajando escalón a escalón y necesitabas cada vez más ayuda. Ya no estarías sola nunca más y, sin embargo, no podías apreciarlo. Seguías siendo tú, pero a veces no te reconocía y tú a mi tampoco. Se había activado el contador. Te disfrutamos, seguimos riendo contigo, aprovechando tus momentos de lucidez, cada vez más efímeros. Los últimos años, he sido muy consciente de que estabas ahí pero ya no eras tú, ni siquiera a tiempo parcial. Yo ya no era "tu Anita" y sin embargo, tú seguías siendo mi abuela. Sólo podía esperar que, de los muchos viajes que has hecho en tu sillón, alguno te llevara a un lugar en el que fuiste feliz.
Me gusta pensar que las personas interaccionamos con el mundo, que influimos en él y él en nosotros. Que toda acción, por pequeña que sea, tiene un impacto directo e indirecto en alguna parte. Siento que la huella que tu existencia deja en nuestro mundo es gigantesca, que caminamos sobre ella sin apenas ser conscientes de que todo lo que vemos es tan solo el suelo hundido por tus zapatos al pisar la tierra, porque tus valores ahora son los nuestros y no podemos desprendernos de ellos. Vivirás en cada uno de nosotros, en nuestros recuerdos, en nuestra forma de hablar y de vivir.
Entre otras muchas cosas, de ti aprendí que siempre hay razones para seguir adelante. Que no hace falta el dinero para ser feliz. Que siempre hay hueco para un invitado más a la mesa. Que los problemas hay que hablarlos, porque todo se puede decir con educación. Que nadie es más que nadie y tampoco menos. Que la dignidad no se mantiene sola. Que hay más días que longaniza. Que el que come, resiste. Que lo que hace el vino, no lo hacen las castañas. Que no hay nada mejor que una familia que se quiere y se cuida.
Intento extraer conclusiones y no puedo ver otra cosa que no sea amor y cariño, todo el que puede caber en el corazón de una abuela que primero fue madre sin dejar de ser hija. Tu vitalidad, tu sencillez, tu sentido del humor. Tu genio y tu carácter, pero siempre al servicio de los demás. Luchadora, valiente, generosa y ocurrente. A veces controvertida. También cabezota. Era más fácil doblar una viga de hierro que quitarte la razón. Siempre tuviste la última palabra y respuestas para todo. Tus consejos y refranes son sólo el primer capítulo del gran legado que nos dejas. Eras mucho más que el punto de encuentro de la familia. Ese lugar seguro al que volver, donde los problemas y la rutina se difuminaban para dejar paso a la tranquilidad de una sobremesa con un buen café de puchero.
Las palabras que nos dedicabas a tus nietos en Navidad, los vídeos con gafas, gorros y filtros varios, tus canciones inventadas a última hora... Cuántas veces te he mirado en silencio pensando si tal vez esa sería la última vez. Nunca imaginé que tendría la oportunidad de despedirte despacio.
Al final de tu camino, te hemos acompañado y sostenido de la mano, como tú has hecho con nosotros siempre. Reconozco que no ha sido nada fácil verte así. Me consuela pensar que has podido sentirte acompañada y querida, aunque no pudieras decirlo. Quiero pensar que has hecho tu voluntad hasta el final, eligiendo el momento exacto para despedirte, porque sabías que ese último apretón de manos nos daría la fuerza para afrontarlo con la certeza de que te has ido en paz y sabiendo que todos te vamos a echar mucho de menos.
Supongo que esta es sólo una historia más de despedida entre los millones de historias que ocurren a diario, pero es la nuestra. Tus noventa y seis años en la Tierra han dado para mucho. Ojalá todo el mundo tuviera la suerte de disfrutar a sus abuelos tantos años como nosotros. Ojalá todo el mundo tuviera una abuela como tú.
Hasta siempre, viejita. Te hemos querido desde que nacimos y para siempre, sin ringondangos.